Casi
todos han escuchado, alguna vez, el término «microrrelato». Y casi
todos han leído alguno. Sin embargo pocos podrían precisar de qué
se trata el género. Pero... ¿género? ¿El microrrelato es un
género, como el cuento o la novela? Pues a esta altura, ya no quedan
dudas de que es así... por supuesto, ha habido, durante años,
resistencias para darle ese «rango». Pero más allá de las luchas
de clases (literarias), más allá de los intentos de algunos
académicos o autores por marginar la narrativa brevísima —o por
considerarla un apéndice del cuento sin entidad propia—, los
microrrelatos se han ganado un lugar en las editoriales, en las
revistas literarias, en las aulas de los talleres y, sobre todo,
entre las obras de autores indiscutibles. Si hasta se han realizado
ya siete ediciones del Congreso Internacional de Microficción, y la
octava tiene fecha: en octubre, en la Universidad de Kentucky.
Pero
¿cómo puede entrar una historia en pocas líneas? Los más atentos
al género aseguran que una de las principales claves está en la
elipsis: contar sin enunciar, generar el marco adecuado para que el
lector reconstruya o complete la obra. El microrrelato necesita, sin
duda, de un lector activo. Por eso mismo Andrés Neuman asegura que
la brevedad del microrrelato es engañosa. Estas historias
microscópicas no se parecen en nada a la comida rápida: necesitan
del compromiso del lector, de su tiempo, de su reflexión. No es
morder y tragar, sino catar sin prisa. Y ahí está una de las claves
del género: en que necesita de un lector protagonista. En este
punto, es interesante la analogía que hace Juan Pedro Aparicio —un
referente español en materia de micronarrativa— con la
astrofísica: de la misma manera en que no es posible entender el
universo sin comprender la materia oscura, esa materia invisible que
los científicos descubrieron por su efecto sobre lo que sí ven, los
buenos microrrelatos necesitan más de lo oculto que de lo expuesto.
Ese es uno de sus trucos: saber callar. ¿Acaso no es, este género,
condensación de lo que hoy muchos consideramos buena literatura? ¿No
valoramos más, hoy, la capacidad de sugerir que la de sentenciar?
¿La de hacer del lector un filósofo que la de filosofar? ¿No
prefieren, los buenos autores, un lector cómplice a uno servil?
No
falta quien —con un exceso de liviandad— cree que este género es
muy de nuestro tiempo porque asocia lo breve con lo fácil o de
rápida digestión. Son los mismos que, apurados y con la lengua
afuera, aseguran que hoy vamos a todos lados corriendo. Pero
atención: lo breve no siempre se abarca rápido. Muchos preferimos
pensar al microrrelato como a un género muy de nuestro tiempo
porque, cuando se ejecuta con delicadeza y precisión, exige al
lector, lo pone en igualdad de condiciones con el autor, lo hace
cómplice.
Y
si queda alguna duda, acá pueden degustar algunas historias
brevísimas de tres referentes del microrrelato argentino. Por favor,
paladéelos sin apuro:
Todos
los epílogos conducen a uno
Supo
que le quedaban minutos, acaso segundos de vida. Rápidamente arrancó
la ventana de su sitio, la tendió sobre el piso, abierta de par en
par, y se puso a mirarla. Sabía que la Muerte, la gran asaltante,
entra siempre por la ventana; por eso deseaba humillarla, tenerla un
instante a sus pies cuando apareciera.
Ahí
se abrió la puerta.
Eugenio
Mandrini
El
zumbido y el miedo
Con
una mueca feroz, chorreando sangre y baba, el hombre lobo separa las
mandíbulas y desnuda sus colmillos amarillos. Un curioso zumbido
perfora el aire. El hombre lobo tiene miedo. El dentista también.
Ana
María Shua
Felinos
Algo
sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando
se puso tenso, irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy
preciso del ligustro. Yo me concentré en él tanto como él en lo
que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me
arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de
antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar
que todo está bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su
veredicto. Tengo la boca llena de plumas.
Raúl
Brasca