24 de octubre de 2010

Arrinconado




Arrinconado
 
A falta de casas, coches e hijos, cuando Ismael y Nuria se separaron decidieron dividir lugares, amigos y costumbres. Ella se quedó con la pizzería del uruguayo, con las tardes de mate en el Montjuic y con las exposiciones temporales del Macba. Él conservó los mediodías de invierno al sol, frente al mar, en los silloncitos de cemento de Bogatell, los paseos en bicicleta los atardeceres de julio, agosto y septiembre y las cervezas beers en la Rambla del Raval.
Las líneas 1, 3 y 4 del metro fueron para Ismael; las demás, para Nuria. 
–¿Y los autobuses? –preguntó ella.
Él suspiró, se reclinó en la silla y sentenció:
–Quedátelos todos.
Con las tertulias literarias no hubo otra que tomar una decisión salomónica: para él, primer y tercer domingo de cada mes; para ella, segundo y cuarto.
–¿Y los meses de cinco domingos? –volvió Nuria a la carga.
Ismael dudó un instante. Le tentó la idea de pelear por su momento preferido de la semana, pero supuso que una prueba de amor sería resignarlo. Ella se lo agradeció con la única sonrisa de la tarde. Él se dijo que su sacrificio había valido la pena.
Así siguieron, durante horas, dividiendo calles, supermercados, panaderías, bares de cañas, parques, plazas, cines, librerías y bibliotecas. Por la noche habían concluido un minucioso programa de privaciones y pérdidas.
Tras despedirse, Ismael pensó que el mundo era más chico. O al menos Barcelona lo era. A partir de entonces, para él, Barcelona era media Barcelona. No le preocupó tanto el perjuicio logístico a la hora de coordinar salidas con amigos, como la sensación de que perdiendo media Barcelona, perdía media vida. Se esforzó por entender que ya llegaría el momento de compartir esa media vida con otra mujer, pero de inmediato concluyó que una nueva separación implicaría quedarse con un cuarto de ciudad. Haciendo un ejercicio de proyección, llegó a sentirse condenado a un cuartucho oscuro de un piso del extrarradio.
Por séptima vez en el día, lloró.
La vuelta a la pensión en la que paraba, esquivando las calles ahora vedadas, le demandó el triple de lo habitual. De paso, compró un mapamundi, dispuesto a marcar las ciudades a las que escaparía antes de que el futuro lo arrinconara. Subió los escalones de dos en dos, repitiéndose que si algo sobraba en el mundo eran mujeres y ciudades.
Pero justo antes de entrar a su cuarto, se dio cuenta de que el puerto y el aeropuerto, las estaciones de autobuses y las de trenes, y hasta las carreteras de acceso a Barcelona habían quedado para Nuria.