Hace unos días recibí un
ejemplar de Novísima relación. Narrativa amerispánica actual, en el que Daniel
Mesa Gancedo compila textos de distintos autores de América, que han escrito
desde España. Uno de mis cuentos, «El viejo», ha sido incluido en el libro, lo
que significa para mí el privilegio de
ver mi nombre entre los de escritores como Fernando Iwasaki, Marcelo Luján, Jorge
Eduardo Benavides o Daniela Tarazona, sólo por citar algunos. Todo un lujo.
El viejo
Es su forma
de mirar, madurada en la impotencia y el rencor, lo que desespera a Iván. Es su
forma de mirar y la respiración asmática. Como si debiera forzar cada bocanada,
como si sus pulmones necesitaran de la vehemencia para seguir bombeando. La
misma vehemencia que en su juventud persiguió causas más patrióticas que la de
mantenerse con vida.
Y es el
olor a viejo, también. A viejo sucio.
A orines de
viejo.
A viejo
cagado.
Es la forma
de mirar y la respiración vehemente y su olor. Pero no es sólo eso. Es lo que
se guarda. Son sus gruñidos.
Esos
gruñidos que le tensan las arrugas y el cuerpo. Porque el viejo gruñe con todo
el cuerpo: presiona las manos contra los apoyabrazos, aprieta la quijada,
levanta el lomo. Llora.
Bueno,
llorar no. El viejo no sabe llorar, de eso Iván está seguro. Apenas se le
escapa una lágrima, hija del esfuerzo de gruñir, por su ojo derecho.
Parece
joda, piensa Iván, pero el viejo apenas si lagrimea por odio. Y sólo por el ojo
derecho. Parece joda, pero no: es el paisaje de la impotencia. El paisaje de un
tipo postrado que ve cómo se desmorona todo por lo que luchó. Y ahora su lucha
se reduce a seguir vivo, nada más.
Lo vio en
las noticias: maricones jurando frente a un alcalde. De la mano, frente a un
alcalde. Besándose, frente a un alcalde. Un funcionario que debería servir a la
Patria y a Dios, ahí, casando a dos hombres. El espectáculo más podrido que
puede ofrecer un mundo podrido. Eso lee Iván en los ojos del viejo.
Un mundo en
el que a los maricones no se los machaca y a los rojos no se los fusila y los
ateos enseñan en escuelas y los sediciosos escupen la bandera española y se
cagan en Dios. Un mundo de ratas, de pervertidos, de libertinos irresponsables
y de comunistas y de vagos. Y de blandos, también.
Sobre todo
de blandos.
Iván mira
al viejo que mira televisión y piensa que eso es lo que el viejo piensa. Pero
el viejo no dice nada. Por ahí porque cada palabra le cuesta tanto, y se
reserva la energía para la pelea. Cada inhalación gesta un poquito más de odio,
y ese odio lo alimenta, piensa Iván.
O por ahí
no es odio. Por ahí es miedo. Un miedo chirlo y pegajoso, que lo enchastra como
una premonición de la tragedia.
Iván lo
observa con lentitud y desdén. El viejo no habla. Mira la televisión y gruñe.
Un gruñido inconsistente. O más bien la intención de un gruñido que se deshace,
pastoso, en la boca del viejo, y en sus manos que presionan débiles la silla y
en sus ojos que no saben llorar.
Dios le dio
la espalda a él y a tantos como él, piensa Iván que piensa el viejo. Porque en
otro momento, Dios estuvo de su lado. En otro momento mandaban los valores;
valía más la rectitud que el dinero, la moral que el placer.
El viejo
piensa eso, Iván lo sabe, porque el viejo antes hablaba. Antes del último
ataque, antes de esta parálisis que lo amarra al piso chiquito y oscuro de
Atocha, el viejo gritaba y exigía. Por entonces, a Iván lo arrinconaba la
urgencia de buscarse la vida ahí, en una ciudad en la que tenía todavía menos
plata que amigos.
Consiguió
ese trabajo a través Samuel, el hijo del viejo. Lo conoció en algún bar de
Lavapies, alguna noche. Samuel alquila varios cuartos del único piso que logró
arañarle al viejo, y así va tirando. Samuel codicia los cinco pisos que el
viejo se encanuta en Madrid. Los cinco grandes y luminosos, tan distintos a esa
ratonera de Doctor Fourquet donde el viejo eligió sepultarse en vida.
Esa es la
lucha del viejo: la misma tenacidad que en su primera juventud lo llevaba a
fusilar rojos y a patear maricones, hoy le permite respirar. Cada centímetro
cúbico de aire que sus pulmones capturan es un segundo más de vida, y es un
poco más de dinero para la Santa Madre Iglesia. Porque ese es el destino de la
renta de sus pisos. Es la misma guerra, la prolongación de aquella que encaró
durante años con nervio, con entrega, con alegría. Cada bocanada es un
garrotazo en los huevos del enemigo. Así apoya a la Sagrada Institución en su
lucha contra los amorales: contra las madres que matan a sus hijos dejándoselos
arrancar del vientre –rogando que se los arranquen del vientre–; contra los
desviados que se besan, con obscenidad y lascivia, a la vista de los niños, en
los parques y las plazas.
El viejo
encontró un estoicismo acorde a su destino, piensa Iván. Tras años a su lado ha
llegado a conocerlo: lo intuye aún en el silencio asmático de su lucha. Le
gusta sentarlo frente al televisor, mostrarle el mundo a través de esa ventana.
De hecho, es su rutina. Iván se acomoda junto al aparato –dándole la espalda al
aparato– y mira al viejo. Mira sus arrugas tensándose con cada gruñido o
intento de gruñido y la presión de sus manos y la lágrima que cae de su ojo
derecho y la quijada que aprieta. Iván saborea una revancha tibia, reposada.
Porque hombres tan parecidos a ese viejo mataron a sus padres hace tantos años,
en Buenos Aires.
A veces,
Iván se pregunta si no debería acabar con él. Pero lo necesita para malvivir de
su pensión. Solo en Madrid y en España y en cualquier lado, Iván necesita al
viejo y la pensión del viejo. Y ese techo. Cuarenta años tiene Iván. Carece de
oficio. ¿De qué trabajaría un hombre cómo él? ¿Cómo sobreviviría?
A veces se
pregunta si no lo necesita más de lo que el viejo lo necesita a él. Prefiere
responderse que no: que lo une al viejo el deber, no la necesidad.
Pero a
pesar del deber y la necesidad, Iván fantasea con apurarle la muerte. Podría
posar la palma sobre su cara, piensa. Taparle la nariz, la boca. Sin demasiada
fuerza. Sería como una caricia. O lo más parecido a una caricia que ese viejo
ha recibido. Tan débil, tan cansado, creparía rápido. Un ataque respiratorio,
algo normal a su edad. Qué médico sospecharía que no se trató de una muerte
natural.
Aparte,
piensa Iván, no hay nada más natural que la muerte de un viejo.
A veces, el
viejo desvía la vista del televisor y encuentra los ojos de Iván. Es como si le
leyera la mente. Y, también, como si insinuara una sonrisa. Aunque no, es
incapaz de sonreír. Sin embargo, Iván descubre algo en su mirada. Algo más que
ese gruñido cuarteado y la respiración trabajosa. Hay un desafío. O tal vez una
súplica.
Dios le da
la espalda al mundo pero aún lo observa, piensa Iván que piensa el viejo. De
lejos, sin meter mano. Como quien mira un paisaje. O la televisión. Dios
observa y juzga. El viejo quiere dar la talla: un soldado de Dios y de la
Patria pelea hasta el final.
Hasta la
última gota de oxígeno, piensa Iván que piensa el viejo.
A esta
altura, al viejo, ya no le importa ganar. Lo que no quiere es rendirse. Quiere
morir peleando. O por lo menos eso lee Iván en sus ojos, cuando lo buscan
furiosos o suplicantes.
Sería tan
fácil apurarle la muerte. El viejo no puede resistirse. Y aunque pudiera, no lo
haría. Iván sabe que no lo haría. Escenificaría una batalla, sólo eso. Sería
una muerte digna, piensa Iván que piensa el viejo, morir en combate, como un
buen soldado.
Podría
posar la palma sobre su boca o intoxicarlo con sedantes o empujarlo por las
escaleras. O decirle la verdad: que su hijo es homosexual y espera ansioso su
muerte para vender los pisos y mandar a tomar por culo a la Santa Madre
Iglesia. O tal vez así le daría otro motivo para seguir viviendo; ese viejo
sería capaz de hacerse inmortal con tal de putear a su hijo, el maricón.
El viejo lo
intuye, aunque prefiere hacer como que no. Nunca lo dijo, ni siquiera lo
insinuó. Pero Iván está convencido de que el viejo lo intuye: que su único
hijo, la única sangre que le sucederá, la única prolongación de su historia, su
heredero, es homosexual. Homosexual y ateo y libertino. Comunista no: es
demasiado vago, le faltan cojones. Los comunistas están criados en una doctrina
contraria a la Sagrada Fe de Cristo. Pero por lo menos tienen doctrina. Hasta
un comunista es más respetable que un hijo maricón y ateo y libertino, piensa
Iván que piensa el viejo.
Quizá
podría mentirle: decirle que aquel trámite que Samuel detuvo a tiempo, al final
salió. Que los pisos han sido cedidos a la Iglesia, y Samuel apenas si heredará
esa ratonera de Doctor Fourquet.
Sin
embargo, piensa Iván, su misión no es darle un bálsamo al viejo. No. Él está
ahí para ejecutar una condena. En todo caso, la mejor mentira sería la otra, la
opuesta: que Samuel le falsificó la firma para retirar la donación y el dinero
de la renta se destina, ahora, a engordar sus costumbres promiscuas.
Sí: así el
viejo moriría. Y moriría sabiéndose acorralado. Primero acorralado y después
muerto, piensa Iván. La muerte como huída, no como resistencia.
Se merece
ese destino, el viejo. No uno de héroe, sino de cobarde.
Hace
semanas que Iván piensa en cómo matarlo. Está harto de su forma de mirar,
madurada en la impotencia y el rencor. Está harto de su respiración asmática y
de sus gruñidos o intentos de gruñidos que le tensan las arrugas. Está harto de
su olor a orines de viejo, a mierda de viejo, a bronca de viejo.
Hace
semanas que Iván piensa en cómo cargárselo: desde que Samuel le ofreció buena
guita por sacarlo del medio. El viejo está condenado, aunque es testarudo,
capaz de aguantar tres, cuatro, diez años más. Y hay un negocio por ahí, le
dijo Samuel. Lo dijo con gravedad, con determinación. Y escribió un número en
una servilleta. Un buen número, que le alcanzaría a Iván para volver a Buenos
Aires y empezar una vida nueva.
Pero Buenos
Aires le es indiferente. Sin familia, sin amigos, le resulta una tierra árida.
Aparte, ahora, su lugar es ahí.
Los ojos
del viejo vuelven a la pantalla de la televisión. El Gobierno mandó quitar los
crucifijos de las escuelas, dicen las noticias. Y una nueva ley pretende
remover los símbolos franquistas, explica el presentador. Y en un Estado laico,
el Gobierno debe desterrar la
religión de las aulas, opina un ministro.
Arrasar con
los símbolos patrióticos, piensa Iván que piensa el viejo, a lo que hemos
llegado. Un gobierno que asfixia a la Iglesia, qué escándalo. Y de nuevo gruñe
o intenta gruñir y las manos presionan la silla y los dientes rechinan.
Tantas
veces, en la intimidad de sus especulaciones, repasó Iván la sensación de
acabar con una rata. Se imaginó levantándose, caminando hacia el viejo para
posar primero la mano en su mejilla y mirarlo a los ojos y tapar su boca y su
nariz. En ninguno de esos simulacros experimentó furia ni odio ni tristeza;
apenas una sensación de arropar o ser arropado.
Y después
el dinero y la nueva vida.
Pero le
cuesta tanto pensar en una nueva vida.
Vio lo de
los crucifijos, le dice Iván. El gobierno se caga en Dios, dice. El gobierno
que votaron los españoles. Eso tenemos ahora en España: gobiernos elegidos por
el pueblo para cagarse en Dios. Dios mira, pero no hace mucho. Por ahí está
viejo ese Dios suyo. Viejo y cansado, y apenas si puede gruñir o ni siquiera:
sólo intentarlo.
Y después
Iván se calla. Un silencio áspero, forzado. Esas palabras alcanzan para que el
viejo se encienda y apriete la quijada, como si quisiera reventar los dientes,
mientras una lágrima –una sola lágrima– cae de su ojo derecho.
Aunque hay
algo distinto en el modo en que tiemblan, ahora, los labios del viejo. Algo
nuevo. Un hilo de moco le chorrea y la cara se le desfigura por la rabia.
Iván se
levanta. Posa su mano sobre la mejilla del viejo. Lo acaricia con más paciencia
que ternura. Le dice cálmese, abuelo, cálmese. No se excite, que le va a hacer
mal. Se lo dice con un tono neutro, casi indiferente. Y empuja la silla hasta
su cuarto.
Santiago Ambao