El sábado 16 de marzo, en el suplemento cultural Ñ, de Clarín, publicaron mi cuento El pasado. Acá lo comparto para quienes no pudieron leerlo en papel:
—¿Otra vez dejaste la canilla abierta? ¿No ves que la pileta está tapada? No entiendo, te juro que no entiendo, ¿sos tonto o te hacés? Y encima me mirás así, con esa cara de... Lástima me das. Por eso me quedo con vos: por lástima.
Él
la mira. Un instante, apenas, y baja la cabeza. Trata de pensar lo
que ella acaba de decir. Aunque le cuesta, las ideas se escurren como
si fueran una líquido aceitoso. Tiene cierta consciencia de esa
sensación; es natural eso de que las ideas se escabullan.
Está
enojada, y a él no le gusta cuando se enoja. ¿Qué puede hacer? La
canilla. Eso, cerrar la canilla con fuerza. Lo entristece verla así.
Antes era distinto; antes ella a veces hasta se reía. Él se acuerda
que se reía.
O
cree que se acuerda.
Hace
tanto de eso.
Tenía
una risa tan linda. Una risa transparente y mullida. Le gusta
acordarse de esa risa, le da calorcito en el pecho. Le decía, claro
que le decía: cómo podés dejar el auto abierto, y encima con las
llaves puestas; o acordate de apagar la tele; o te volviste a olvidar
una bolsa en el súper. Se lo recriminaba, pero de otra manera: con
esa risa transparente y mullida que tanto le gustaba.
Bueno,
que le gusta. Porque él, así, solo como se siente, la necesita
cerca para intuirla como era. Atrás de sus rabietas, escondidas,
están las ruinas de aquella risa.
Aparte
ella tiene razón, ¿qué haría si se fuera? Si él es, realmente,
un imbécil.
Un
imbécil. Esa idea le cuesta: ingobernable, se disuelve. Por ahí no
es una idea, por ahí es una sensación. No importa demasiado: él se
sabe un imbécil... Aunque las ideas, las sensaciones.
Y
entonces la ve, frente a él, con una expresión lacerante, los ojos
turbios, abiertos.
—¿Y
ahora qué pasa? ¿Te hacés un poco la víctima y ya está?
Si
encuentra la palabra adecuada, ella se va a reír. O no, reírse no.
Hace tanto que no se ríe. Pero a veces, ella, ¿qué? ¿A veces qué?
A
veces ella bajaba la cabeza y pedía perdón.
Antes,
eso pasaba antes.
Pero
antes, ¿cuándo?
Ya
va a aparecer, dice él. Ni siquiera sabe qué está diciendo. Es
como un reflejo. Como si las entrañas le dictaran esa frase y los
labios la soltaran de prepo, sin pasarla por la cabeza.
Ya
va a aparecer, repite.
La
risa no, la risa no va a venir. Pero por ahí se le mojan los ojitos
y lo acaricia. Con una de sus caricias ásperas alcanzaría.
—Hace
tres años de eso, tres años... ¿entendés que pasaron tres años?
Y
después un portazo y nada más.
Antes
no se iba, no así. Antes le decía tenés que prestar atención. Se
lo decía con ternura. Una ternura un poquito amarga, que nació con
Martín y creció en ella hasta asfixiarla, hasta borrar la risa.
Amarga,
aquella ternura, aunque más tersa que esta bronca roja.
Él
trata de pensar qué puede hacer, cómo borrar la bronca que le afea
la mirada; se acuerda de la canilla y corre hasta el baño porque en
una de esas, si esta vez la cierra bien, ella va a recuperar esa risa
con la que le decía que menos mal lo del seguro a todo riesgo, y que
él tenía un ángel aparte, en esta ciudad, que todavía no le hayan
robado el auto.
Ahora,
frente al espejo, se mira y casi no se reconoce. Siente como si viera
a un pariente remoto. Algún rasgo, apenas, le resulta familiar; la
profundidad de sus ojos, la nariz exagerada. Poco más.
Y
frente al espejo se pregunta si pagó el seguro del auto. ¿O se
olvidó otra vez? Es la segunda vez que se olvida. O la tercera.
Mejor la llama. Se va a enojar, pero se va a enojar más si no lo
hace. No puede dejar la casa sola, cómo se va a ir si Martín está
durmiendo. Y llevarlo con él es un lío.
Sí,
tiene que llamarla.
Ella
atiende el celular como desganada. Él le dice lo del seguro y espera
sentirla contenta, al fin y al cabo se acordó de algo. No espera la
risa, pero tal vez sí un suspiro.
Cuando
suspira es como si lo acariciara por teléfono.
Ella
le dice que qué seguro, que el coche lo robaron, hace tres años que
lo robaron y por su culpa, ¿cuándo lo va a entender?
Entonces
él se acuerda. Es una imagen tan fugaz.
Ya
va a aparecer, le dice.
Y
del otro lado, nada.
Él
se pregunta qué cara tendrá. Si la cara rota de esas caricias
ásperas o la otra, la roja: la de la bronca.
—No,
no lo vamos a volver a ver. Tenés que entenderlo, porque yo no
aguanto más: se lo llevaron, ¿entendés que se lo llevaron? —Y
después un silencio largo, desgarrado por un llanto hiposo.
Él
se queda con el tubo en la mano. Recordando. O no, en realidad,
tratando de recordar, patinando una y otra vez sobre una superficie
cerosa, impenetrable.
Él
sospecha que recordar no es eso, es atravesar esa superficie,
sumergirse. Sin embargo, quién sabe.
Después
de un instante, agitada, lejana, ella corta.
Él
camina hasta el cuartito donde Martín duerme. A esa hora, duerme:
siempre. Por eso ella se va y lo deja con el nene. Si pasa algo, me
llamás. Y no salgas, por favor. Cualquier cosa, lo que sea, me
llamás. Si se lo acaba de decir, con esa ternura amarga que hace tan
poco reemplazó a la risa.
Pero
mirá si la va a llamar por el seguro del coche, si le queda ahí
nomás. Voy con Martín, ni se va a enterar. Estar discutiendo por
semejante pavada.
Porque
ahora son tres, una familia, un equipo. Ahora deberían ser más
felices que nunca, y sin embargo, no.
Por
qué, se pregunta.
Por
qué, de pronto, cambió la risa transparente y mullida por esa
amargura.
Hasta
podría ir caminando, pero mejor en auto, si a Martín le encanta
dormir en el auto. Aparte, así vuelve rápido y si ella llama no se
preocupa. Sí, lo mejor es eso: ir a buscar a Martín, meterlo en el
coche y pegarse una escapada rápida, rapidísima, hasta el banco
para pagar el seguro.