El sábado 21 de mayo, en el suplemento cultural Ñ, de Clarín, publicaron mi cuento La nieve de enero. Acá lo comparto para quienes no pudieron leerlo en papel.
La nieve de enero
Es tan inquietante el viento frío en enero.
Laura dice que ya debería haberme acostumbrado. Yo no sé.
Tampoco soporto el aire salado que la sudestada, cada vez más seguido, extiende hasta el corazón de Barracas o San Telmo; en ocasiones incluso hasta Almagro. Un olor marino y pegajoso que a esta altura tendría que empezar a resultarme viejo.
Cuando me escucha, Laura tuerce la boca en un gesto más parecido a una queja que a una sonrisa. A pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, intuyo que también sospecha o teme. O por ahí las dos cosas.
Qué le voy a hacer, cada tanto me invade esta nostalgia. Y Laura tiene razón, lo mejor es no pensar. Un poco para entretenerme o diluir la angustia hoy me propuse ordenar el altillo. Me jodió encontrar las alpargatas de yute, la matera de cuero y el pulover verde de lana. También estaban la sombrilla y las paletas.
Lo de las paletas y la sombrilla es lo que menos me importa, hace siglos que no vamos a la playa. Pero el pulover lo había buscado hasta el cansancio. Me lo trajo mi hermana de un viaje, creo que para un cumpleaños. Fue su último regalo y es lo único que me queda de aquella época.
No me explico cómo pudieron llegar hasta el altillo todas esas cosas que creía perdidas. Cuando le pregunté a Laura si ella las había guardado ahí, me miró con una ternura anestesiada, parecidísima a la pena.
No contestó, pero yo sé que ese silencio es su forma de negar.
Un poco por los recuerdos que me trajo el pulover verde me entraron ganas de hablar con mi hermana. De vez en cuando me agarra y la llamo. Como siempre, nadie atendió. Insistí a su celular: le dejé un mensaje. Aunque dudo que tenga sentido.
El impulso de ir a buscarla a su casa, en Banfield, se secó rápido. Últimamente ni ganas me quedan de volver al barrio, de verlo como siempre y al mismo tiempo tan distinto.
Y la verdad no sé si todavía vive en la casona de Alsina y Belgrano. La última vez que fui la fachada se caía a pedazos. Me asomé por una ventana y el living me causó la impresión de estar deshabitado y sucio.
Aparte, hoy bien temprano me sorprendió un llamado de Cristian. Hacía años que habíamos perdido el contacto. Me rogó que lo esperara a la tarde en el bar de Córdoba y Jean Jaurés. Su voz me transmitía urgencia, entendí que necesitaba ayuda.
El reencuentro fue raro; lo vi desmejorado, por ahí un poco triste.
–Qué bueno que hayas vuelto –le dije apenas nos sentamos.
Me miró como se mira a un loco. Después echó un ojo al bar: desconfiaba. Un poco lo entiendo, aunque preferí quedarme en el molde.
Pedimos café.
Por la ventana se veía el viento arremolinando la mugre de la vereda mientras los primeros copos de nieve no llegaban cuajar. Una chica de pechos grandes y pelo larguísimo dudaba entre abrir el paraguas o acelerar el paso; una vieja se refugió bajo el alero de un edificio vecino.
–Hace frío –rompió Cristian el silencio.
El mozo trajo el café; Cristian esperó a que se alejara para agregar bastante preocupado:
–Estamos en enero, boludo. Estamos en enero y hace frío.
Caí en la cuenta de que habían pasado tres años desde mi primer enero nevado y suspiré.
Él empezó a revolver el café con un gesto maquinal, casi violento.
Le pregunté dónde había vivido durante estos años. Los chicos comentaban que había probado suerte en Europa, o que se había mudado a una quinta en Uruguay.
Intentó gambetear la pregunta, hasta que cedió y dijo que desde hacía más de dos años se había instalado en Flores.
Me jodió enterarme así que seguía cerca de casa. Pero comprendí que no debía darle importancia al tema. Iba a invitarlo a cenar, a Laura le alegraría verlo de nuevo. Antes de que articulara la frase, él insistió:
–Hace mucho frío, un frío del carajo.
–¿Y?
–¿Cómo “y”? Estamos en enero, hermano. ¡Estamos en enero y parece pleno invierno! ¿Desde cuándo nieva en Buenos Aires, me lo podés decir? Ayer hacía como treinta grados y hoy este tornillo… Aparte esta mañana me desperté y, a ver, cómo te lo explico… mi casa era mi casa, pero no sé. Estaba como siempre pero distinto, todo desordenado… bueno, desordenado tampoco: estaba todo ordenado pero de otra manera, ¿entendés? No falta nada, pero parece como si alguien hubiera cambiado las cosas de lugar.
Yo me acordaba de esa sensación. Sin ir más lejos, a la mañana me había pasado con la matera y las alpargatas de yute y el pulover verde. Se lo expliqué para que no se sintiera raro.
–¿Y de la estación de Flores qué me contás? ¿Cómo puede desaparecer una estación de un día para otro?
De pronto trató de serenarse. Se le notaba el esfuerzo en los puños agarrotados y en la respiración asmática. Volvió a mirar los ventanales y las mesas cuarteadas y el suelo de baldosones negros. Se detuvo en los taburetes de la barra. Los habrán cambiado hará cosa de un mes.
–¿Hace mucho que no venís al bar? –le pregunté.
–Mi primo vive acá a la vuelta. O vivía, no sé. Donde estaba su edificio hoy encontré un supermercado. –Se restregó la cara subrayando sus ojeras. Tras una pausa explotó–: ¡Hasta la semana pasada veníamos a ver todos los putos partidos de San Lorenzo!
Después se le humedecieron los ojos, su atención se perdió en un horizonte imaginario. Empezaba a parecer resignado.
Eso está bien, porque tarde o temprano hay que resignarse.
Los obreros abandonaban la plaza, que estrenaba unos juegos hechos con caños de colores y sogas y una fuente que escupía un chorro gordo y ruidoso. Nada que ver con el potrero tapiado que había hasta hace unas semanas. Se lo hice notar a Cristian; él se tomó un rato antes de responder.
–Sí, quedó mejor –dijo medio para adentro.
Después solté una reflexión sobre la importancia de apreciar el lado bueno de los cambios. Me contestó con un bufido. No supe si me daba la razón o si me mandaba al carajo.
Afuera, la chica de pechos grandes y pelo larguísimo ya no estaba; la vieja seguía bajo el alero.
La nieve, ahora, caía copiosa.
Cristian sacó la cucharita del café, que para esa altura estaría frío, y se lo tomó de un saque. Según me contó, durante estos años había estado viendo a mi hermana una o dos veces al mes.
–Sigue en Banfield, en la casona de Alsina y Belgrano. Hace poco arreglaron el jardín, quedó hermoso. Mejor que cuando nos juntábamos allá los miércoles… ¿te acordás? Tu hermana siempre habla de vos. Deberías llamarla, aunque sea dejarle un mensaje.
Estuve a punto de contestar, pero me detuvo su rictus repentino. Ahí le adiviné el pánico. Después se le pintó en los ojos un gesto raro, tan parecido al que le tiñe la expresión a Laura cada vez que elige evitar algún tema.
Le esquivé la mirada; pensé en el olor marino del Río de la Plata, en su oleaje azul y bravo, en los agostos ardientes y en la nieve de enero y en la resignación.
Porque tarde o temprano hay que resignarse.