A Hernán Garbarino lo
conocí en uno de los talleres que yo coordinaba en la Biblioteca
Popular Benito Nazar, allá por el 2015. Con una sólida trayectoria
como montajista, por entonces buscaba algún proyecto para
comenzar un recorrido en la dirección. A raíz de eso le pasé un
guion que había escrito varios años antes, y que seguía medio huérfano. Hernán se interesó de inmediato, y como es
natural en estos casos, le dimos alguna pequeña vuelta a la historia
para que él la sintiera propia. De ese trabajo surgió el guion
final, que Garbarino dirigió y produjo. Lo curioso del proceso, por
mi parte, es que un par de años antes de que el guion encontrara
director, se me había ocurrido también hacerlo cuento. Claro que no se trató de una transcripción, sino una adaptación en todas las de la ley. Un
camino raro, porque por lo general los textos literarios se adaptan
al idioma cinematográfico, y pocas veces ocurre lo contrario. Si
bien con Hernán nunca trabajamos a partir de la versión literaria,
tal vez por comodidad, en los créditos figura el guion como la
adaptación de un cuento, aunque lo justo sería decir lo contrario.
Por supuesto, nada de eso importa demasiado. Importa, sí, el sólido
recorrido del cortometraje: entró en competencia oficial en los
festivales de Mar del Plata, La Habana y Guadalajara. Eso, y la
experiencia inhabitual de despegar con un guion y aterrizar en un
cuento. Hoy comparto, acá, el cortometraje y, como yapa, también su hermano literario, para los que quieran curiosear.
Y a continuación, el cuento:
El
pozo
El
Nene empuja la silla con una convicción vaga. El Turco no habla: por
ahí piensa en el barro que traba las ruedas, en el cielo acerado
como promesa de complicaciones, en la llanura que atravesaron con
resignación primero y después con hastío y hasta con rabia.
O
por ahí no piensa en nada.
El
río se escucha como límite, y el Nene espera que pronto termine
todo. Está cansado, manejó durante casi tres horas y hace un rato
largo carga un bolso en la espalda, empuja la silla por esa huella
angosta y despareja.
Varias
veces, desde que se bajaron del auto, el Nene pensó en recular, en
dejar al Turco solo. Varias veces le preguntó, en vano, qué había
en el bolso, adónde iban.
—Dale
que falta poco —alienta el Turco con las manos en su regazo, bajo
un impermeable muy fino que le cubre las piernas.
El
Nene piensa en el pulso firme del Turco, en su vista de lince, en sus
brazos flacos aunque fibrosos. Piensa también que es un pobre tipo
postrado en una silla. Calla, empuja sin ganas aunque con una
tenacidad que para cualquier desprevenido pasaría por nervio.
El
Turco señala un claro junto al río que ruge despacito mientras el
olor a campo y a tierra mojada lo envuelven todo. Con cuidado, el
Nene empieza a bajar la silla por el desnivel. Unas piedras
dificultan todavía más el breve descenso; el Nene las esquiva con
paciencia. Al fin se detiene; deja caer el bolso, se acuclilla,
aspira una bocanada de aire.
—Agarrá
el bolso y caminá para allá —ordena el Turco mientras le señala
el punto con la nueve milímetros que le quedó de cuando estaba de
servicio, con la que practica tiro dos veces por semana, con la que
casi se suicida después del accidente. O eso le contó al Nene esa
misma noche. El Nene lo mira, un poco suplicante y cansado; toda la
noche sin dormir, metiendo por el garguero primero vino tinto,
bastante vino tinto, y después algunas ginebras. Toda la noche
hablando de su vida que no era una vida. Y de la bronca. Decía así:
«bronca», una bronca árida, pura, como si arrasara con todo o no
tuviera destinatario. Él no quería tomar pero el Turco insistía
con malicia: una vasito más, dale, acompañame. Y ahora se
arrepiente de haber sentido lástima. Recién ahora entiende que lo
estaba ablandando; porque a él el alcohol lo ablanda pero al Turco
no: al Turco le da coraje.
—Abrí
el bolso.
El
Nene obedece: adentro hay una manta gruesa. La saca y descubre,
enrollada en la manta, una pala no muy grande, de campaña.
—Ahora
contá del árbol ese cinco pasos largos para allá y hacé un pozo.
El
Nene lo mira confundido. Piensa en la charla larguísima de la noche,
que iba de su pasado de comisario a su amor por Mariana y volvía a
su juventud y a su teoría de que, al revés que sus colegas, él
siempre prefirió no ensuciarse mucho: dos o tres trabajitos bien
hechos y punto, guardar algún resto grande para emergencias y a
vivir tranquilo pero sin lujos. Y después a cumplir la ley. Sacar el
bufoso sólo si hace falta y si es para asustar y nada más, mejor;
tener a raya a los negros, reventar a los que venden falopa a los
pendejos y respetar a las putas, eso es importante. Porque putas hubo
siempre y hay que cuidarlas: ni pedirles guita ni ponerles palos en
la rueda, que al final están laburando. Una moral rara la suya,
distinta a la de cualquier comisario, a la de cualquier policía, a
la de cualquier político.
—¿Me
trajiste hasta acá para hacer un pozo? —pregunta el Nene y piensa
en Mariana, dónde estará ahora, si supiera de esto, qué locura, él
y el Turco ahí, junto al río, a kilómetros de la ruta, de
cualquier pueblo, de cualquier cosa.
—No
pretenderás que lo haga yo.
El
Nene está cansado: mira la pala y después la nueve milímetros que
el Turco sostiene con la misma firmeza con que la sostenía antes,
cuando era estrictamente necesario, y si era para asustar y nada más,
mejor.
—¿Y
para qué querés la pistola?
El
Turco mata un mosquito de un manotazo. Putea. Mira el cielo
encapotado y putea de nuevo.
—Si
necesitabas que te ayude con un pozo, ¿por qué no me lo pediste y
listo?
—Hacelo
ahí, a cinco pasos del arbolito —dice el Turco con esa sonrisa
torcida con la que antes confundía a amigos y enemigos, que podía
pasar por cómplice o artera.
—Si
me decís qué estamos buscando va a ser más fácil, ¿no?
—La
verdad. Buscamos la verdad.
—¿La
verdad está acá enterrada?
—Algo
así —contesta el Turco y tensa el brazo con la pistola.
El
Nene da la primera palada y piensa en la verdad y se pregunta hasta
dónde sabe el Turco; da otra palada y se pregunta por qué no trató
de acogotarlo antes, cuando empujaba la silla. Y una más y se
pregunta también si hubiera sido capaz de lastimarlo a él, que lo
ayudó tantas veces, que le dio una mano grande cuando todos lo
abandonaron.
Y
da otra palada. Ahora trata de no pensar.
Y
otra.
Y
el calor empieza a asfixiarlo, la humedad lo estrangula. Con la
espalda dolorida y la camisa empapada, el Nene hace una pausa para
recobrar el aliento.
—Te
está quedando corto —dice el Turco—. Lo necesitamos de metro
ochenta, mínimo.
El
Nene descubre en los ojos del Turco un brillo nuevo y perverso. Sólo
se escucha el viento de tormenta, un trueno bastante lejos y de fondo
el río: siempre el río. El Nene piensa en un pozo de metro ochenta
y le baja la presión y se apoya en la pala para no caer.
—¡Hacé
el pozo, carajo!
El
Nene da otra palada mientras se pregunta por qué le hace caso a un
borracho lisiado y resentido. El Turco ahora apoya la mano con la
pistola en su regazo, respira profundo, retoma la charla. Pero la
otra, la de la noche. La retoma como si no hubieran pasado ni dos
minutos, como si no hubieran recorrido kilómetros de ruta y la
huella angosta y despareja. Habla de Mariana, de cómo se conocieron
hace más de veinte años, vuelve a lo del accidente, la trompa del
camión sin luces, a la madrugada, cuando ya estaba encima y después
su intento de suicidio. Era raro, dice: se quería matar por ella,
para evitarle el lastre de un hombre que ya no era un hombre; pero no
se mató por ella, para evitarle el lastre de llevar encima un
muerto.
Porque
tiene que ser triste llevar en la conciencia un muerto, dice el
Turco. Bueno, él lleva algunos pero esa es otra cosa: una cuestión
de laburo. Hace una pausa para encender un cigarrillo. El Nene piensa
que en una de esas, ahora. Pero no: el Turco no suelta la pistola:
saca el cigarrillo del atado con una mano y después con la misma lo
enciende y da una calada profunda.
—Es
un vicio de mierda, este —dice mientras suelta el humo—. ¿Vos
fumaste alguna vez?
Pero
el Nene, como si no estuviera ahí, piensa en Mariana, en sus piernas
todavía firmes, en su risa.
—¡¿Vos
fumaste alguna vez o no, carajo?!
El
Nene niega con un gesto brevísimo.
—Mejor
—responde el Turco de nuevo sereno—. No empieces nunca. Te puede
matar. Yo ya lo dejé tres veces y mirá.
El
Nene asiente con otro gesto brevísimo, como calcado del anterior, y
el Turco lo imita, exagerándolo en una mueca caricaturesca. ¿Qué
pasa?, le dice, ¿no sabés hablar, vos? Y otra vez salta a la charla
de la noche: Mariana es mucha mujer, dice. Él lo sabe. Sabe también
que se la codician y que los hombres cotorrean: es una lástima que
una mujer esté así, sin atención, dicen.
—O
sin la atención debida —se rectifica—. Yo me doy cuenta, cómo
no me voy a dar cuenta. Ella necesita alguna alegría, si todavía es
una mujer joven y calienta bien. Pero con vos, Nene, encamarse con
vos, que sos como un hijo para mí.
El
Nene mira al Turco con una cara que puede ser de miedo o de tristeza
o por ahí, también, de resignación.
Y
tira la pala lejos.
—¿Qué
hacés? Si te falta un montón para terminar el pozo.
—Escuchame
—dice el Nene, titubeante, mientras lo abrasa una fiebre repentina
y un vértigo que le borra el sueño y los rastros del alcohol—,
esto no tiene sentido, volvamos al auto, dale… volvamos al auto y
te juro que me borro.
—¿Y
vamos a dejar el pozo por la mitad? ¿En eso también me vas a cagar?
—¿Pensaste
cómo te vas a ir?
El
Turco mira en derredor; se detiene en el desnivel y en el barro; mira
el cielo encapotado: resopla.
—Vos
terminá el pozo, nomás. Terminalo y a la noche vas a estar en casa.
El
Nene no responde ni agarra la pala. Le tiemblan los labios, las
manos. Le tiemblan las piernas también. Piensa en Mariana; en su
risa devastadora y en sus dedos larguísimos y en sus ojos grandes,
enormes; piensa en sus labios finitos y en su espalda ancha de
nadadora.
Trata
de imaginar un mundo sin Mariana —no un mundo donde Mariana exista
pero él la resigne—, trata de imaginar un mundo con una Mariana
desaparecida por el empecinamiento de un borracho.
—¡Qué
hiciste! —grita el Nene mientras se sienta en el reborde del pozo
como quien se entrega, porque ya no le interesa ser parte de un mundo
donde Mariana ha muerto.
El
Turco lo mira con una expresión nueva:
—Qué
hijo de puta, yo pensaba que eras un pendejo avivado nomás, y te
enamoraste de una jovata… no te lo puedo creer —festeja casi
riendo, mostrando los dientes amarillos, podridos por el tabaco.
Pero
el Nene no lo escucha. Larga un llanto hiposo, gritón, como si
vomitara los intestinos. Se lleva las palmas a la cara mientras se le
atraganta el dolor y el miedo.
Entonces
escucha un ruido chicloso y pesado; un poco metálico, también.
Abre
los ojos: en el suelo, a su lado, hay un arma. No es la que sostenía
el Turco, que aún le apunta.
—Llueven
pistolas, parece —dice el Turco.
El
Nene no mueve ni un músculo. El cielo plomizo lo cubre todo y caen
las primeras gotas: pocas aunque gordas. El Turco putea y le ordena
que agarre el arma.
—Si
la agarro estoy muerto —dice el Nene.
—Si
no la agarrás estás muerto —corrige el Turco—: no te hagás el
loco que me salís gratis.
El
Nene se demora, empieza a entender. O por lo menos a sospechar qué
hay adentro de esa cabeza retorcida del Turco.
—¿Para
eso me trajiste? ¿Por qué no te pegás un tiro y listo?
—Vos
estás acá para aprender. Agarrala, desde ahí no erra ni un maricón
como vos.
El
Nene busca algún argumento, una frase que desactive el rencor del
Turco. Sin embargo tiene la boca hecha un nudo, la lengua le pesa
fofa. Piensa en correr hacia la ruta aunque no podría dar ni dos
pasos antes de que el Turco lo agujeree.
Se
para, sujeta la pistola con manos temblequeantes, levanta el brazo,
apunta. El Turco mira el cielo, recibe las gotas de lluvia en la
cara. El Nene duda entre apretar el gatillo o huir ahora, que el
Turco está entregado.
Un
trueno revienta en el horizonte y el Turco parece feliz o por lo
menos tranquilo.
Pero
el Nene sigue ahí, sin disparar ni bajar el brazo.
—Mirá
que sos cagón —le dice el Turco, mientras lo encañona de nuevo—.
Te podés quedar con Mariana, pero sos cagón.
Suena
otro trueno, todavía más cerca, y el Nene da un salto. El Turco
dice «tres» y el Nene abre los ojos grande. El Turco dice «dos» y
el Nene mira a los costados, buscando por dónde escapar. El Turco
dice «uno» y el Nene gatilla.
Y
al sonido inútil del percutor le sigue ese silencio de campo
lluvioso que el río enfatiza.
Ambos
se miran a los ojos.
El
Nene, tal vez por el cansancio o por los rastros del vino y la
ginebra y la noche larguísima, o por el aturdimiento o quizá por
alguna esperanza difusa, baja la cabeza. Recuerda a Mariana. Recuerda
su abdomen plano cruzado por algunas várices, sus caderas gruesas y
curvadas.
El
Turco, mientras sonríe de nuevo con esa sonrisa tramposa de dientes
podridos, se lleva el cañón a la sien.
El
Nene levanta las manos: esperá, le dice, no hagas una boludez. Yo me
borro, me borro de tu vida, de la de Mariana, pero no hagas una
boludez.
La
sonrisa del Turco se ensancha.
Gatilla.
Suena
otro clic seco. Ráfagas de viento sacuden las ramas de los árboles,
las gotas repiquetean contra el barro. Y de fondo el río.
Y
otro chasquido inútil. Y otro.
Y
la risa del Turco que lo contamina todo. Una risa eufórica,
extraviada. Una risa sádica, también.
El
Nene se agarra el estómago, vomita. Tembloroso, afiebrado, empieza a
caminar. El Turco deja caer la nueve milímetros que se hunde en un
charco; abre los brazos, como quien perdona, como un padre que espera
el regreso del hijo pródigo.
El
Nene mastica el regusto del pánico y de la muerte. Siente bronca.
Una bronca árida, pura, como si arrasara con todo o no tuviera
destinatario. Pasa junto a la silla, continúa su camino rumbo a la
huella angosta y despareja.
El
Turco ve cómo se aleja un paso, dos pasos. Se tira para alcanzarlo.
Queda tendido en el barro, aferrado al pantalón del Nene.
Un
forcejeo breve y penoso le basta al Nene para soltarse. Antes de
subir el desnivel, se detiene. Levanta la vista al cielo. Dos
lamparazos cortantes, casi superpuestos, iluminan el claro. Los
siguen dos explosiones del cielo, que al fin descarga la lluvia
bestial que venía postergando.
El
Turco balbucea algunas palabras que nacen ahogadas. El Nene mira la
silla tirada; al Turco en el barro, débil. Por primera vez desde que
lo conoce, lo descubre débil. Siente lástima o desprecio. Y retoma
el camino hacia la huella.
En
el claro persiste el llanto del Turco, sus gritos envueltos en
ráfagas de lluvia.
Y
de fondo el río. Siempre el río.