7 de noviembre de 2017

El pozo

A Hernán Garbarino lo conocí en uno de los talleres que yo coordinaba en la Biblioteca Popular Benito Nazar, allá por el 2015. Con una sólida trayectoria como montajista, por entonces buscaba algún proyecto para comenzar un recorrido en la dirección. A raíz de eso le pasé un guion que había escrito varios años antes, y que seguía medio huérfano. Hernán se interesó de inmediato, y como es natural en estos casos, le dimos alguna pequeña vuelta a la historia para que él la sintiera propia. De ese trabajo surgió el guion final, que Garbarino dirigió y produjo. Lo curioso del proceso, por mi parte, es que un par de años antes de que el guion encontrara director, se me había ocurrido también hacerlo cuento. Claro que no se trató de una transcripción, sino una adaptación en todas las de la ley. Un camino raro, porque por lo general los textos literarios se adaptan al idioma cinematográfico, y pocas veces ocurre lo contrario. Si bien con Hernán nunca trabajamos a partir de la versión literaria, tal vez por comodidad, en los créditos figura el guion como la adaptación de un cuento, aunque lo justo sería decir lo contrario. Por supuesto, nada de eso importa demasiado. Importa, sí, el sólido recorrido del cortometraje: entró en competencia oficial en los festivales de Mar del Plata, La Habana y Guadalajara. Eso, y la experiencia inhabitual de despegar con un guion y aterrizar en un cuento. Hoy comparto, acá, el cortometraje y, como yapa, también su hermano literario, para los que quieran curiosear. 







Y a continuación, el cuento: 

El pozo


El Nene empuja la silla con una convicción vaga. El Turco no habla: por ahí piensa en el barro que traba las ruedas, en el cielo acerado como promesa de complicaciones, en la llanura que atravesaron con resignación primero y después con hastío y hasta con rabia.
O por ahí no piensa en nada.
El río se escucha como límite, y el Nene espera que pronto termine todo. Está cansado, manejó durante casi tres horas y hace un rato largo carga un bolso en la espalda, empuja la silla por esa huella angosta y despareja.
Varias veces, desde que se bajaron del auto, el Nene pensó en recular, en dejar al Turco solo. Varias veces le preguntó, en vano, qué había en el bolso, adónde iban.
Dale que falta poco —alienta el Turco con las manos en su regazo, bajo un impermeable muy fino que le cubre las piernas.
El Nene piensa en el pulso firme del Turco, en su vista de lince, en sus brazos flacos aunque fibrosos. Piensa también que es un pobre tipo postrado en una silla. Calla, empuja sin ganas aunque con una tenacidad que para cualquier desprevenido pasaría por nervio.
El Turco señala un claro junto al río que ruge despacito mientras el olor a campo y a tierra mojada lo envuelven todo. Con cuidado, el Nene empieza a bajar la silla por el desnivel. Unas piedras dificultan todavía más el breve descenso; el Nene las esquiva con paciencia. Al fin se detiene; deja caer el bolso, se acuclilla, aspira una bocanada de aire.
Agarrá el bolso y caminá para allá —ordena el Turco mientras le señala el punto con la nueve milímetros que le quedó de cuando estaba de servicio, con la que practica tiro dos veces por semana, con la que casi se suicida después del accidente. O eso le contó al Nene esa misma noche. El Nene lo mira, un poco suplicante y cansado; toda la noche sin dormir, metiendo por el garguero primero vino tinto, bastante vino tinto, y después algunas ginebras. Toda la noche hablando de su vida que no era una vida. Y de la bronca. Decía así: «bronca», una bronca árida, pura, como si arrasara con todo o no tuviera destinatario. Él no quería tomar pero el Turco insistía con malicia: una vasito más, dale, acompañame. Y ahora se arrepiente de haber sentido lástima. Recién ahora entiende que lo estaba ablandando; porque a él el alcohol lo ablanda pero al Turco no: al Turco le da coraje.
Abrí el bolso.
El Nene obedece: adentro hay una manta gruesa. La saca y descubre, enrollada en la manta, una pala no muy grande, de campaña.
Ahora contá del árbol ese cinco pasos largos para allá y hacé un pozo.
El Nene lo mira confundido. Piensa en la charla larguísima de la noche, que iba de su pasado de comisario a su amor por Mariana y volvía a su juventud y a su teoría de que, al revés que sus colegas, él siempre prefirió no ensuciarse mucho: dos o tres trabajitos bien hechos y punto, guardar algún resto grande para emergencias y a vivir tranquilo pero sin lujos. Y después a cumplir la ley. Sacar el bufoso sólo si hace falta y si es para asustar y nada más, mejor; tener a raya a los negros, reventar a los que venden falopa a los pendejos y respetar a las putas, eso es importante. Porque putas hubo siempre y hay que cuidarlas: ni pedirles guita ni ponerles palos en la rueda, que al final están laburando. Una moral rara la suya, distinta a la de cualquier comisario, a la de cualquier policía, a la de cualquier político.
¿Me trajiste hasta acá para hacer un pozo? —pregunta el Nene y piensa en Mariana, dónde estará ahora, si supiera de esto, qué locura, él y el Turco ahí, junto al río, a kilómetros de la ruta, de cualquier pueblo, de cualquier cosa.
No pretenderás que lo haga yo.
El Nene está cansado: mira la pala y después la nueve milímetros que el Turco sostiene con la misma firmeza con que la sostenía antes, cuando era estrictamente necesario, y si era para asustar y nada más, mejor.
¿Y para qué querés la pistola?
El Turco mata un mosquito de un manotazo. Putea. Mira el cielo encapotado y putea de nuevo.
Si necesitabas que te ayude con un pozo, ¿por qué no me lo pediste y listo?
Hacelo ahí, a cinco pasos del arbolito —dice el Turco con esa sonrisa torcida con la que antes confundía a amigos y enemigos, que podía pasar por cómplice o artera.
Si me decís qué estamos buscando va a ser más fácil, ¿no?
La verdad. Buscamos la verdad.
¿La verdad está acá enterrada?
Algo así —contesta el Turco y tensa el brazo con la pistola.
El Nene da la primera palada y piensa en la verdad y se pregunta hasta dónde sabe el Turco; da otra palada y se pregunta por qué no trató de acogotarlo antes, cuando empujaba la silla. Y una más y se pregunta también si hubiera sido capaz de lastimarlo a él, que lo ayudó tantas veces, que le dio una mano grande cuando todos lo abandonaron.
Y da otra palada. Ahora trata de no pensar.
Y otra.
Y el calor empieza a asfixiarlo, la humedad lo estrangula. Con la espalda dolorida y la camisa empapada, el Nene hace una pausa para recobrar el aliento.
Te está quedando corto —dice el Turco—. Lo necesitamos de metro ochenta, mínimo.
El Nene descubre en los ojos del Turco un brillo nuevo y perverso. Sólo se escucha el viento de tormenta, un trueno bastante lejos y de fondo el río: siempre el río. El Nene piensa en un pozo de metro ochenta y le baja la presión y se apoya en la pala para no caer.
¡Hacé el pozo, carajo!
El Nene da otra palada mientras se pregunta por qué le hace caso a un borracho lisiado y resentido. El Turco ahora apoya la mano con la pistola en su regazo, respira profundo, retoma la charla. Pero la otra, la de la noche. La retoma como si no hubieran pasado ni dos minutos, como si no hubieran recorrido kilómetros de ruta y la huella angosta y despareja. Habla de Mariana, de cómo se conocieron hace más de veinte años, vuelve a lo del accidente, la trompa del camión sin luces, a la madrugada, cuando ya estaba encima y después su intento de suicidio. Era raro, dice: se quería matar por ella, para evitarle el lastre de un hombre que ya no era un hombre; pero no se mató por ella, para evitarle el lastre de llevar encima un muerto.
Porque tiene que ser triste llevar en la conciencia un muerto, dice el Turco. Bueno, él lleva algunos pero esa es otra cosa: una cuestión de laburo. Hace una pausa para encender un cigarrillo. El Nene piensa que en una de esas, ahora. Pero no: el Turco no suelta la pistola: saca el cigarrillo del atado con una mano y después con la misma lo enciende y da una calada profunda.
Es un vicio de mierda, este —dice mientras suelta el humo—. ¿Vos fumaste alguna vez?
Pero el Nene, como si no estuviera ahí, piensa en Mariana, en sus piernas todavía firmes, en su risa.
¡¿Vos fumaste alguna vez o no, carajo?!
El Nene niega con un gesto brevísimo.
Mejor —responde el Turco de nuevo sereno—. No empieces nunca. Te puede matar. Yo ya lo dejé tres veces y mirá.
El Nene asiente con otro gesto brevísimo, como calcado del anterior, y el Turco lo imita, exagerándolo en una mueca caricaturesca. ¿Qué pasa?, le dice, ¿no sabés hablar, vos? Y otra vez salta a la charla de la noche: Mariana es mucha mujer, dice. Él lo sabe. Sabe también que se la codician y que los hombres cotorrean: es una lástima que una mujer esté así, sin atención, dicen.
O sin la atención debida —se rectifica—. Yo me doy cuenta, cómo no me voy a dar cuenta. Ella necesita alguna alegría, si todavía es una mujer joven y calienta bien. Pero con vos, Nene, encamarse con vos, que sos como un hijo para mí.
El Nene mira al Turco con una cara que puede ser de miedo o de tristeza o por ahí, también, de resignación.
Y tira la pala lejos.
¿Qué hacés? Si te falta un montón para terminar el pozo.
Escuchame —dice el Nene, titubeante, mientras lo abrasa una fiebre repentina y un vértigo que le borra el sueño y los rastros del alcohol—, esto no tiene sentido, volvamos al auto, dale… volvamos al auto y te juro que me borro.
¿Y vamos a dejar el pozo por la mitad? ¿En eso también me vas a cagar?
¿Pensaste cómo te vas a ir?
El Turco mira en derredor; se detiene en el desnivel y en el barro; mira el cielo encapotado: resopla.
Vos terminá el pozo, nomás. Terminalo y a la noche vas a estar en casa.
El Nene no responde ni agarra la pala. Le tiemblan los labios, las manos. Le tiemblan las piernas también. Piensa en Mariana; en su risa devastadora y en sus dedos larguísimos y en sus ojos grandes, enormes; piensa en sus labios finitos y en su espalda ancha de nadadora.
Trata de imaginar un mundo sin Mariana —no un mundo donde Mariana exista pero él la resigne—, trata de imaginar un mundo con una Mariana desaparecida por el empecinamiento de un borracho.
¡Qué hiciste! —grita el Nene mientras se sienta en el reborde del pozo como quien se entrega, porque ya no le interesa ser parte de un mundo donde Mariana ha muerto.
El Turco lo mira con una expresión nueva:
Qué hijo de puta, yo pensaba que eras un pendejo avivado nomás, y te enamoraste de una jovata… no te lo puedo creer —festeja casi riendo, mostrando los dientes amarillos, podridos por el tabaco.
Pero el Nene no lo escucha. Larga un llanto hiposo, gritón, como si vomitara los intestinos. Se lleva las palmas a la cara mientras se le atraganta el dolor y el miedo.
Entonces escucha un ruido chicloso y pesado; un poco metálico, también.
Abre los ojos: en el suelo, a su lado, hay un arma. No es la que sostenía el Turco, que aún le apunta.
Llueven pistolas, parece —dice el Turco.
El Nene no mueve ni un músculo. El cielo plomizo lo cubre todo y caen las primeras gotas: pocas aunque gordas. El Turco putea y le ordena que agarre el arma.
Si la agarro estoy muerto —dice el Nene.
Si no la agarrás estás muerto —corrige el Turco—: no te hagás el loco que me salís gratis.
El Nene se demora, empieza a entender. O por lo menos a sospechar qué hay adentro de esa cabeza retorcida del Turco.
¿Para eso me trajiste? ¿Por qué no te pegás un tiro y listo?
Vos estás acá para aprender. Agarrala, desde ahí no erra ni un maricón como vos.
El Nene busca algún argumento, una frase que desactive el rencor del Turco. Sin embargo tiene la boca hecha un nudo, la lengua le pesa fofa. Piensa en correr hacia la ruta aunque no podría dar ni dos pasos antes de que el Turco lo agujeree.
Se para, sujeta la pistola con manos temblequeantes, levanta el brazo, apunta. El Turco mira el cielo, recibe las gotas de lluvia en la cara. El Nene duda entre apretar el gatillo o huir ahora, que el Turco está entregado.
Un trueno revienta en el horizonte y el Turco parece feliz o por lo menos tranquilo.
Pero el Nene sigue ahí, sin disparar ni bajar el brazo.
Mirá que sos cagón —le dice el Turco, mientras lo encañona de nuevo—. Te podés quedar con Mariana, pero sos cagón.
Suena otro trueno, todavía más cerca, y el Nene da un salto. El Turco dice «tres» y el Nene abre los ojos grande. El Turco dice «dos» y el Nene mira a los costados, buscando por dónde escapar. El Turco dice «uno» y el Nene gatilla.
Y al sonido inútil del percutor le sigue ese silencio de campo lluvioso que el río enfatiza.
Ambos se miran a los ojos.
El Nene, tal vez por el cansancio o por los rastros del vino y la ginebra y la noche larguísima, o por el aturdimiento o quizá por alguna esperanza difusa, baja la cabeza. Recuerda a Mariana. Recuerda su abdomen plano cruzado por algunas várices, sus caderas gruesas y curvadas.
El Turco, mientras sonríe de nuevo con esa sonrisa tramposa de dientes podridos, se lleva el cañón a la sien.
El Nene levanta las manos: esperá, le dice, no hagas una boludez. Yo me borro, me borro de tu vida, de la de Mariana, pero no hagas una boludez.
La sonrisa del Turco se ensancha.
Gatilla.
Suena otro clic seco. Ráfagas de viento sacuden las ramas de los árboles, las gotas repiquetean contra el barro. Y de fondo el río.
Y otro chasquido inútil. Y otro.
Y la risa del Turco que lo contamina todo. Una risa eufórica, extraviada. Una risa sádica, también.
El Nene se agarra el estómago, vomita. Tembloroso, afiebrado, empieza a caminar. El Turco deja caer la nueve milímetros que se hunde en un charco; abre los brazos, como quien perdona, como un padre que espera el regreso del hijo pródigo.
El Nene mastica el regusto del pánico y de la muerte. Siente bronca. Una bronca árida, pura, como si arrasara con todo o no tuviera destinatario. Pasa junto a la silla, continúa su camino rumbo a la huella angosta y despareja.
El Turco ve cómo se aleja un paso, dos pasos. Se tira para alcanzarlo. Queda tendido en el barro, aferrado al pantalón del Nene.
Un forcejeo breve y penoso le basta al Nene para soltarse. Antes de subir el desnivel, se detiene. Levanta la vista al cielo. Dos lamparazos cortantes, casi superpuestos, iluminan el claro. Los siguen dos explosiones del cielo, que al fin descarga la lluvia bestial que venía postergando.
El Turco balbucea algunas palabras que nacen ahogadas. El Nene mira la silla tirada; al Turco en el barro, débil. Por primera vez desde que lo conoce, lo descubre débil. Siente lástima o desprecio. Y retoma el camino hacia la huella.
En el claro persiste el llanto del Turco, sus gritos envueltos en ráfagas de lluvia.
Y de fondo el río. Siempre el río.